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[Memorias de un camino andado] Heridas de huellas borradas (3/4)

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lunes 27 de diciembre de 2010 20:15 COT

Y el séptimo día, Dios no descansó como todos creen. Estando sentado en su trono, después de crear el mundo, y con sus pies sucios, lastimados y maltratados de caminar por toda la tierra creando árboles, animales, montañas, ríos, bosques… pensó Dios en aliviar su dolor y en cómo evitarlo. Y dijo Dios, hágase el zapato; y el zapato se hizo y anduvo toda la tierra en los pies de Dios y fueron, desde entonces, zapato y pié, inseparables.

Aunque esa no sea la verdadera historia del zapato artesanal, al menos su significado es el mismo. Para los rionegreros, la llegada del zapato fue “una bendición de Dios”, como lo cuenta Maria del Carmen Arias, una residente del municipio que vivió esa transición entre tener sus pies llenos de ampollas por el suelo y las carreteras destapadas por las que debía transitar, y tener sus pies llenos de ampollas por la falta de costumbre de usar unos zapatos.

Con su pelo completamente blanco, su rostro marcado por el paso del tiempo y su apariencia de abuela querendona y alcahueta rememora todos los años, vivencias y anécdotas que vivió cuando sus pies besaban literalmente la tierra, y se enfrentaban a los males que, como una historia de terror, nos dicen nuestros padres que trae caminar descalzos. Ya no usa zapatos de cuero, botas, ni los tacones que tanto le gustaron, un problema en la columna le impide hacerlo, consecuencia también de los cambios que tuvo que padecer. “Yo empecé a usar tacones a los trece años, más o menos —cuenta María del Carmen— me encantaban los tacones de puntilla. Siempre que iba a salir al pueblo, me iba con unos tenis viejitos, porque las carreteras eran destapadas y llenas de pantano, y me llevaba los tacones en una bolsa con unas medias veladas. Cuando llegaba al pueblo, entraba a una casa de unos amigos y ahí me ponía mis medias y mis tacones. Era muy cotizada y tenía fama de elegante por mis tacones y porque siempre usaba vestido”.

María del Carmen ya no luce zapatos artesanales. Ya sus pasos no marcan el andar con el singular “taconeo”. Sentada en su silla, muestra sus tenis de tela y suela baja, color beige, que son los únicos que resiste y le brindan la comodidad que debe tener a sus 68 años. Dejó de usar sus muy preciados tacones hace 35 años, más o menos, según cuenta. Recuerda que los primeros zapatos “decentes” que tuvo fueron los de su primera comunión, cuando tenía siete años. No eran los más finos que pudo haber tenido, sin embargo, fueron suficientes para no tener una primera comunión con sus pies acariciando el suelo.

María del Carmen rememora lo dura que fue su época, pero era más difícil aún, cuando se vivía descalza. “Yo tenía que ir a la escuela sin zapatos. Me demoraba aproximadamente una hora y tenía que pasar quebradas, charcos, mangas y carreteras destapadas. Entrábamos a las ocho de la mañana, por lo que yo salía de la casa a las siete; era muy duro el camino”.

Recuerda que de todos los accidentes que sufrió cuando andaba con sus pies descubiertos, el peor de todos fue un día que tropezó con una piedra cuando iba para el colegio. El golpe fue tal, que su pie se enconó y la uña del dedo gordo se desprendió completamente; gracias a esto, tuvo que dejar de asistir a su escuela algunos días.

Uno de los momentos que más le gusta rememorar y uno de los recuerdos más gratos fueron sus primeros zapatos para ir a estudiar. “En ese tiempo se usaban las albarcas, son como una especie de chanclitas con correítas. Cuando tenía más o menos once años, mi abuela me regaló mis primeras albarcas. Yo la puse a ella en el cielo cuando por fin pude ir a estudiar con zapatos, ya no los desamparaba”. Aunque no todo fue tan bueno; al principio sus pies se ampollaron por la falta de costumbre, sin embargo, al poco tiempo no sólo se les veía la mejoría, sino que el tiempo de desplazamiento desde su casa hasta su lugar de estudio, se redujo en unos 20 minutos. “Ya era mucho más fácil caminar, correr y saltar”, dice Maria del Carmen.

Los días que Maria Del Carmen no estudiaba eran una verdadera tortura; como era la única mujer de su casa —hasta entonces— su día empezaba a las cuatro de la mañana, hora en la que se levantaba a barrer, trapear, y hacer todos los oficios de su casa; luego debía buscar leña, y cocinar para, aproximadamente, doce personas. Todo esto lo hacía con sus pies completamente descubiertos y cuando estaba en el fogón haciendo arepas o cualquier otra cosa, los carbones que caían la quemaban y le maltrataban enormemente sus pies. “Ahora es que se ven las consecuencias de todo eso que me tocó, y todo por no tener con qué comprar un par de zapatos. Por eso puse a mi abuela en el cielo cuando me regaló esas albarquitas”, cuenta María del Carmen.

Los años de infancia de María Del Carmen, anduvieron kilómetros sin percibir la sensación de unos zapatos, unas chanclas o un mínimo pedazo de cuero que protegiera sus pies de la inclemencia del suelo, peligros y enfermedades que se pueden contraer por el simple hecho de caminar descalzo. Aunque en ese entonces los zapatos eran un artículo de lujo y sólo se veía en las clases altas y burócratas, por su precio además, también eran un artículo de primera necesidad, pero inaccesible para las familias de clase media, obreros y campesinos.

A pesar de esto, en una época del año siempre estrenaban. “Nosotros estrenábamos todas las semanas santas. Esa era la época de estrene y nos daban la vestimenta completa y un par de zapaticos ordinarios para salir al pueblo, pero después de Semana Santa, esos zapatos quedaban como los domingueros o los de los fines de semana, por eso había que cuidarlos, era el único que se tenía” recuerda María Del Carmen con cierta nostalgia en su rostro.

A pesar de todo lo que tuvo que padecer durante tantos años, y las secuelas que le trajo caminar sin protección alguna en sus pies, ella expresa la ironía que es ahora que los muchachos o niños que todo lo tienen, no sepan aprovechar esas cosas. “A mí me tocaba pelear con mis hijos para que se calzaran”, cuenta con risa maliciosa y pícara, pero con cierto aire de descanso al saber que ya no tiene que lidiar con niños ni cuidar de los pies de nadie.

En la familia de María del Carmen, como era la tradición en muchas otras, tenían un “zapatero” preferido. Ramón Garcés fue quien les vendió los zapatos mientras tuvo su almacén. María del Carmen dice que “el vendía un poquito más caro, pero a nosotros ya nos conocía y nos dejaba los zapatos un poquito más baratos; además eran muy buenos y finos y siempre le compramos a él”. Cuando Maria del Carmen cumplió sus quince años, le regalaron unos zapatos blancos, hermosos zapatos, según recuerda, también comprados en la tienda de Ramón Garcés.

Pero, al igual que la zapatería artesanal, la tradición de tener un zapatero único desapareció. (De la zapatería aún quedan algunos rastros, no ha desaparecido por completo, valga la aclaración). A principios de la década de los noventa, cuando la oleada de violencia y narcotráfico arrasó con el país, el Oriente antioqueño no fue ajeno a esto. Un hijo de Ramón Garcés fue secuestrado, debido a esto, él dejó su negocio, cerrando, así, un capítulo importante en la historia de la zapatería del municipio. “Cuando le secuestraron el hijo a Ramón —dice María del Carmen— él dejó sus almacenes y nosotros no volvimos a comprar zapatos artesanales. Nos tocó empezar a conseguir el calzado en almacenes grandes y ya no era del mismo que vendía Ramón Garcés”.

El paso del tiempo diluyó esa tradición de usar zapato artesanal en Rionegro. Ahora son pocos los que los compran, como son pocos, también, quienes los fabrican. María del Carmen ahora usa tenis cómodos y de cualquier almacén, cree que los zapatos que fabrican hoy en día no son iguales a los de antes, y la calidad es mucho menor; pero lo que sí tiene muy presente y resalta bastante, es la importancia de siempre usar un par de zapatos. “El Zapato no sólo es un lujo; el zapato es higiene, es salud”, termina diciendo María del Carmen.

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