TH 2058: Gonzalez-Foesters en la Tate Modern
Columnas > CulturaPor Carlos Uribe de los Ríos
jueves 18 de diciembre de 2008 3:24 COT
Dominique Gonzalez-Foesters ocupa con su instalación la mitad más alta de la enorme Turbine Hall de la Galería Tate Modern, en Londres. La artista francesa fue la ganadora este año de la Unilever Series que, junto con la Turner, es una de las dos convocatorias artísticas más prestigiosas en el Reino Unido y quizás en todo el mundo.
El visitante traspasa una cortina de tiras plásticas de colores y de alguna manera también traspasa el mundo habitual, cotidiano, para encontrarse con un espacio abarrotado por el aire con enormes esculturas que tocan casi el techo, y por el piso con una especie de dormitorio elemental, azul y amarillo, conformado por camarotes metálicos dispuestos para que la gente repose o lea. En cada uno hay un libro disponible.
Hay además allí otras esculturas grandes que se ven pequeñas por el tamaño de las dominantes, una pantalla grande en la que se proyectan fragmentos de películas de ciencia ficción, conocidas y menos conocidas, y uno puede admirar también esqueletos de animales imaginarios y otros bártulos.
Gonzalez-Foesters, que sucede en la Turbine Hall a la colombiana Doris Salcedo, que entre finales del año pasado y comienzos de este causó emoción y polémica con su monumental grieta llamada “Shibboleth”, cree necesario presentar al espectador una especie de contexto, a manera de mundo en el que cobra sentido su propuesta.
La instalación se llama TH 2058, dice la artista, y parte de una fábula: ha llovido tanto en Londres, se supone, que las esculturas y los objetos en vez de podrirse se agigantaron. Crecieron desmesuradamente. Y fue necesario entonces llevarlos bajo techo para protegerlos. En ese espacio se dispusieron camarotes y libros para que la gente se tendiera y descansara y leyera, en la huida de la lluvia eterna. Gonzalez-Foesters ha explicado, además, que su propuesta tiene que ver con el tema ambiental, con el calentamiento global, con la naturaleza en general y hasta con el futuro.
En la instalación, esculturas enormes –construidas en madera y otros materiales pintados– se pelean el espacio bajo techo con otros objetos de diverso tamaño, colocados como al azar, mientras una pantalla muestra fragmentos de películas de ficción, conocidas o desconocidas.
Pero la fábula propuesta amarra, es decir, retiene la imaginación del visitante y la conduce a un imaginario en el que después de atravesar la cortina de colores se encuentra con ese mundo abigarrado y extraño, que suena a lluvia sin fin y que protege del agua que cae inmisericorde.
El visitante camina, toma fotos, recoge imágenes, observa con detenimiento lo que le impacta, se acuesta en alguno de los camarotes, lee o duerme. Esta es la parte más interesante: que la gente acepta la invitación a descansar y a relajarse. Pero el gigantismo está justificado aquí apenas por la premisa de la lluvia que no cesa y que hizo además crecer las cosas inanimadas. Gigantismo que se ve desde el suelo, desde los ojos del observador, como apeñuscado, dispuesto de manera caótica, talvez como en el mundo.
Quizás esa sensación de lluvia, de humedad, de sitio de refugio dadas las condiciones de un medio que cambia de proporciones gracias al agua como continuum, en un supuesto 2058, sea el impacto fundamental pensado por Gonzalez-Foesters para el visitante. Pero también queda el resquicio para pensar en el sentido del arte –y a veces de cierto arte reconocible– en un mundo atravesado por múltiples condiciones exteriores que lo afectan y lo transforman según cada mirada.
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Para llegar entonces a asumir el arte –identificado en la instalación por íconos o reproducciones a manera de homenaje o de crítica irónica– como una especie de salvavidas, de escenario propicio a la vida, al reposo. O para imaginar que las llamadas prácticas artísticas contemporáneas no pueden escapar de su condena a hablar de múltiples formas –así no lo quieran– acerca del convulsionado mundo que nos abruma.