Fascinación clandestina: malas fronteras
Columnas > Paso sin destinoPor Lukas Jaramillo Escobar
mircoles 1 de julio de 2009 13:11 COT
Muy cerca de la ciudad o en lo más profundo hay ciertos lugares, pasadizos, a los que sólo se accede con una llave que puede ser entregada por un guía o por herencia. El mundo de la ilegalidad es fascinante por el secreto, la noche, la oscuridad, pero este logra hacer del misterio algo absurdo, cuando la adrenalina fluye ante el dolor (unas veces comprendido y otras veces no) del otro.
Negocios como “lotear”, abastecer histéricos y decadentes adictos, atracar quinceañeras y meterse a la casa de una viejita son actividades cotidianas del hampa. Los empresarios del crimen son mercaderes del caos que usufructúan la desgracia y navegan ampliando la mella sobre la miseria, donde no se encuentra gloria alguna y no quedan más que las famas efímeras que se atan al miedo existente. La idea de que se conformen gigantes redes criminales con negocios como prestarles plata a los desesperados, la mendicidad, la prostitución infantil y hasta la venta de tintos de una etnia vuelta a reducir a la esclavitud, no deja de sorprender y cambia cualquier imagen aventurera del crimen. Lo que hemos imaginado y otros han escrito, romántico y a veces deslumbrante, es producto de mentes aliviadas con deseos anárquicos y bohemios que mal estaría asociarlos con criminales.
El criminal dedicado con algo de exclusividad al robo de bancos, sabotaje de megacorporación o a actividades justicieras, como un lugar común del cine, dista mucho de los pillos de carne y hueso en Colombia loteando. Nos referimos a personajes armados que buscan un terreno baldío y empiezan a explotar a las personas más vulnerables del mundo. Hace poco en Medellín capturaron a uno disfrazado de líder barrial, arrebatándole lo poco a unos desplazados y usando un espacio de miseria como retaguardia.
La tragedia es grande en un mundo donde todo es relativizable y se resbala o deshace fustigado por lo humano, espacios vacíos mal ocupados y paraísos perdidos ante la demencia de una ambición. Soltarse, revelarse, inclusive lo prohibido y sobre todo lo clandestino debería de tener algo de belleza, pero también es la belleza carente de mezquindad. Los criminales son unos conservadores que marcan nuevas fronteras dentro de las ya existentes, paranoicos que cuando ascienden a su escaño mafioso se inventan reglas revocadas por siglos de liberación y fantoches que crean más dificultades a un mundo al que le escasean oportunidades.
La noche es generosa, el escondite del que no es perseguido es un retozadero tierno, el subterfugio es seductor, pero el egoísmo del crimen toma aquellos parajes mágicos de la periferia y aquellos secretos y los abruma con el miedo, los rompe con su escándalo. Allí donde una sociedad repetitiva deja de habitar, deja de frecuentar, ante el vacío de una autoridad originada de una ciudadanía que ha carecido de creatividad, irrumpen como nuevos ocupantes los espectros del atajo que son nuestros criminales.
En este mundo que se aburre en su pares extremos, creamos los bailecitos dicotómicos con los cuales parir engendros: una ciudadanía encerrada, que no ocupa la noche o los espacios comunes, una sociedad mal urbanizada que se va olvidando de sus caminos veredales, de sus parques ecológicos naturales a las orillas de la ciudad, crea sus propios rincones ante nuestra petrificada rutina que con su silencio habilita un submundo que no tiene nada que ofrecer. Durante mucho tiempo creímos que el crimen se combatía con orden y sólo el gallinazo del escudo compra la idea de libertad y orden juntos porque sí.
El orden puede ser entendido como silencio, como inmovilidad y como encierro, y el crimen se rompe, pierde espacio y trascendencia con una ocupación, movilización, exteriorización, expresión, sonido, arte, temperatura humana que con toda la mortalidad desafía la muerte. El problema no se agota con que los criminales matan, la muerte, no se sabe que tan mala es, sabiendo ya el estrago en el que deja a los sobrevivientes; es entonces el olvido y el silencio, el miedo, la parálisis, lo que hace a los criminales seres grises que irrumpen en el color, interrumpen toda creación (más importante que la vida a secas).
Al darnos cuenta de que el crimen amenaza la libertad, podemos superar las nuevas tentaciones de orden y rescatar el escape que surge de las mínimas elecciones, lo clandestino del anonimato y el vagar y errar por nuevos horarios, senderitos periféricos, recovecos profundos, colmando las huídas y rebeldías de la cotidianidad por su propio deseo, lejos de imponerse a otros, superando así la frontera en la que nos mete el tirano delincuente y el radical clamor del miedo, que responde limitándonos a lo que nos pone barreras.
jaramillo.lukas[arroba]gmail.com
martes 7 de julio de 2009, 02:34 COT
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